Por todos es bien sabido que los países del norte tienden al sur: cada vez son más los recursos explotados por los más poderosos en las tierras de los menos pudientes. Ésta es una realidad con críticas para todos los gustos pero lo cierto es que la situación empieza, como si no hubiera empezado ya, a ser preocupante. Las consecuencias que derivan de este tipo de comportamiento o actuación empresarial se palpan a nivel universal y, por ese mismo motivo, es conveniente analizar cómo influyen estas prácticas en el desarrollo de los países sureños, así como en la economía global en la que tan interdependientemente participan los Estados.
Parecía ser que eran el petróleo, el gas y los recursos minerales los que resultaban más atrayentes a los inversores extranjeros en los países en vías de desarrollo pero, tras echarle un vistazo a la noticia publicada en el País el pasado 30 de octubre bajo el titular “La fiebre del cultivo perturba África”, redactada por Andrea Rizzi, parece ser que la dinámica de explotación en dichos países está cambiando.
Todo parece apuntar a que el origen de este cambio se encuentra en la crisis económica que, por suerte o por desgracia, acomete contra los Estados más desarrollados. La misma nace de una confluencia de factores que termina por hundir las economías más potentes del mundo, encontrándose entre ellas la estadounidense y la europea. La inflación que de ello se deriva acaba suponiendo una subida de precios en varios sectores, sin que de ello pueda librarse el ámbito relativo a los alimentos. No obstante, entre esos otros factores determinantes que mencionábamos, y que también dan lugar a esa subida de precios en el sector alimenticio, podríamos mencionar el incremento de la población mundial, la dieta más rica de millones de personas de los países emergentes, y la creciente cantidad de cultivos destinados a biocombustibles. Partiendo de este escenario, la pugna por la inversión en tierras fértiles está servida, como si siglos atrás nos hubiéramos remontado.
En realidad, y tal y como se muestra en la imagen, la subida de precios de los alimentos en los países desarrollados contribuye al enriquecimiento de los países en vías de desarrollo, pues el encarecimiento de los productos del norte supone la posibilidad de que los del sur puedan acceder a esos mercados aprovechándose de sus ventajas competitivas; aunque no debemos olvidar que alguna que otra vez tales ventajas se dan por prescindir de los derechos sociales en los lugares de producción. Aun así, y eludiendo este último punto, que poco nos aporta ahora mismo, parece lógico pensar que la comercialización de los productos de los países en vías de desarrollo supone un incuestionable beneficio para ellos, en la medida en que los comercializan en países en los que van a resultar ser muy competitivos: los elevados precios de los países desarrollados no pueden competir con los de los países en vías de desarrollo, ya que las garantías sociales de los primeros encarecen el coste de producción, traduciéndose en una elevación del precio del producto final. Si es ético, o no, que los países menos pudientes prescindan de tales garantías sociales en dichos procedimientos de producción para que les suponga ese bajo coste, es algo que, como decíamos, no nos ocupa ahora mismo, aunque podría ser también motivo de reflexión.
No obstante lo que acabamos de ver, el hecho de que las tierras fértiles de África estén empezando a pasar a manos de inversores extranjeros puede llegar a suponerles una gran limitación en relación con lo que veníamos comentando. Parece normal pensar que los agricultores del sur necesitan sus tierras para poder cultivar los productos agrícolas que posteriormente van a querer comercializar en el norte. La capacidad productiva de estos países se ve limitada cuando los mismos venden o arrendan sus tierras a terceros extranjeros y, para acabar de entender esta afirmación, no podemos perder de vista que el agricultor es el sector principal de los países en vías de desarrollo. Así, y tal como refiere la noticia, tan sólo en Etiopía, Mozambique, Sudán y Liberia se han expropiado ya 43.000 kilómetros cuadrados de tierra fértil que, para hacernos una idea, no dista mucho de la superficie de Suiza: 43.000 kilómetros cuadrados menos de riqueza de la que van a poder disponer esos países.
A estas alturas del trabajo, es conveniente recordar que todos los pueblos soberanos tienen el derecho de disposición sobre sus riquezas y recursos naturales, pese a que por lo dicho hasta ahora podríamos dudar de la efectividad de este derecho en la práctica. La Asamblea General de la ONU se ha pronunciado al respecto varias veces puesto que la falta de respeto a este derecho de los Estados preocupa a la organización con creces. Son muchas las recomendaciones dictadas por el órgano plenario en relación con estas cuestiones, pero también son muchas las veces que los inversores extranjeros de los Estados pudientes abusan de los recursos de los más débiles. Bien es cierto que los Estados soberanos podrían negarse a conceder derechos a esos inversores, pero lo cierto es que hay un cúmulo de motivos que llevan a reconocerlos, y no sólo me estoy refiriendo a motivos económicos, pues en estas situaciones entran en juego motivos de tipo político-social, tanto en su vertiente positiva, como en la vertiente negativa de coacciones y amenazas.
Prueba de ello es lo ocurrido en Madagascar en el año 2009. El rechazo por parte del Gobierno a un proyecto presentado por una empresa surcoreana que pretendía una concesión de 13.000 kilómetros cuadrados de tierra para explotar, generó un malestar social que acabó estallando con unos tremendos disturbios que supusieron decenas de muertos. Esto nos lleva a confirmar que no son sólo los motivos económicos los que llevan a un Estado a conceder o denegar las peticiones de los inversores extranjeros, sino que hay todo un trasfondo detrás que también hay que analizar.
Para entender lo ocurrido en Madagascar, hay que ver cuáles son los motivos que llevan a los grupos a posicionarse a favor o en contra de este tipo de prácticas, porque lo cierto es que no sólo en Madagascar se han generado esos conflictos, sino que son muchos los granjeros y agricultores descontentos que se han visto siendo expropiados para poner sus tierras en manos de inversores de países desarrollados.
El a favor y en contra de tales prácticas reside exclusivamente en la cuestión de si es mejor exportar y comercializar productos para buscar la riqueza fuera, en los mercados de los países desarrollados; o si por el contrario es más rentable atraer a los inversores para que sean ellos quienes aporten riqueza al país desde fuera. Como todo lo que venimos comentando hasta ahora, eso es algo discutible con críticas de todos los colores y para todos los públicos, pero si hay algo que no podemos dejar de analizar, son las consecuencias político-sociales que tales comportamientos conllevan en los Estados receptores de inversionistas.
Los defensores de estas prácticas alegan que las inversiones no sólo permiten crear nuevas infraestructuras para mejorar la capacidad de producción, sino que también crean puestos de trabajo que mejoran la productividad agrícola y el rendimiento de esas tierras. Los detractores, por otra parte, creen que la alarma debe encenderse en el momento en que esas inversiones suponen el desalojo de comunidades enteras: no niegan la creación de puestos de trabajo, pero consideran que debe prevalecer el medio de vida de esas personas expropiadas ya que, además, el no poder disponer de esas tierras es algo muy negativo para los países cuyo mercado alimentario es tan precario. Tal vez este segundo argumento utilizado por los detractores no tendría sentido si las tierras se utilizaran para cultivar alimentos que fueran destinados a la población, pero como bien decíamos al principio, los biocombustibles han sido un factor clave en todo el negocio que se ha desarrollado alrededor de la tierra y, evidentemente, no pueden compararse los beneficios que produce comercializar éste último, que los que podrían suponer alimentar una nación.
Si bien es cierto que a estas alturas ya tenemos datos suficientes como para posicionarnos a favor o en contra de estas prácticas, lo cierto es que queda pendiente comentar, bajo mi punto de vista, la peor de las consecuencias que se derivan de estas actuaciones.
Me estoy refiriendo al problema que tienen esos países, por su situación geográfica, con el agua. Muchos de ellos sufren escasez de agua de per se, como podrían serlo Arabia Saudí, Qatar, o los Emiratos Árabes Unidos, pero hay muchos otros que se están viendo abocados en una pugna por el agua debido a que los inversores se sitúan en zonas estratégicas para poder tener acceso a ella. Prueba de ello es la implantación de múltiples proyectos por parte de inversores en las cuencas del Nilo y del Níger. Muchos de los contratos que se firman en aras de avalar estos proyectos no especifican cuál va a ser exactamente la extracción de agua que el mismo va a suponer, pero no es difícil pensar que la misma pueda llegar a suponer conflictos territoriales en la zona ya que, pase lo que pase, lo que sí es de esperar es que se produzca una creciente extracción de agua en los territorios de implantación por parte de los inversores. Éste podría ser un buen argumento por parte de los Estados para denegar las concesiones a los inversores pero, como ya hemos visto, la concesión o denegación no puede considerarse por sí sola en términos económicos, sino que depende de una serie de factores políticos y sociales.
Así pues, y habiendo visto ya cuáles son los intereses de unos y de otros, cabe hacer una reflexión final a modo de conclusión.
Lo primero que me sugiere esta realidad es que, definitivamente, el derecho de los Estados a disponer libremente de sus recursos naturales no está bien configurado o, al menos, no surte los efectos prácticos que serían deseables. No puede ser considerado como un Derecho independiente de los Estados; como un derecho inherente a ellos porque, aunque así debería ser, lo cierto es que hay demasiados factores que condicionan el ejercicio de ese derecho restringiéndolo. El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales que es el que da vida y cuerpo al derecho a que nos venimos refiriendo, subordina su ejercicio a las obligaciones que derivan de la cooperación económica internacional. Cabría plantearse cuáles son estas obligaciones de cooperación y dónde se encuentran sus límites porque, pese a que no hay obligaciones ilimitadas o absolutas, lo cierto es que en este caso parece que los Estados ceden totalmente su soberanía en aras de la cooperación internacional económica, incluso en su propio detrimento. Para evitar que esto ocurriera, porque es indudable que tales extremos son perjudiciales para los países en vías de desarrollo, sería necesario establecer algún tipo de criterio eficaz que ponderara el interés del Estado y el del inversor en cada caso. Cierto es que las inversiones extranjeras son una potencial fuente de ingresos que hay que proteger, pero no menos importante debe ser el bienestar de una comunidad. En todo caso, lo que no parece lógico bajo ningún punto de vista, y más considerando la soberanía de la que disponen todos los Estados, es que haya países dominados mayormente por grupos de inversores extranjeros, con preocupaciones distintas de las que realmente debería afrontar ese Estado.
Un arrebato de poder ha sido el que ha privado a los países en vías de desarrollo de la oportunidad de emerger en los mercados de los países desarrollados. Destruidas las economías potenciales estadounidense y europea, y sin dejar que fluya el curso natural de la economía, que hubiera dado lugar a un mayor desarrollo de los países que así lo pretenden, los más pudientes se han visto en la necesidad de apropiarse de las tierras que daban de comer a tantísimas personas. Es cierto que lo han hecho a cambio de unos cuantos puestos de trabajo y de una mejora en la infraestructura comercial, pero no es menos cierto que su actuación conlleva malestares sociales que pueden derivar en consecuencias fatales para la población.
Todo viene a demostrar que los objetivos marcados actualmente en la Ronda de Doha están lejos de ser una realidad. El desarrollo y la cooperación internacional en beneficio de los países más desafortunados suena muy atractivo a oídos de todos, pero es algo utópico e idílico ya que, como estamos comprobando, la confrontación de intereses es suficiente como para que los unos se sigan imponiendo por encima de los otros.
No es la primera vez que nos servimos de los recursos de los países en vías de desarrollo, como tampoco es la primera vez que generamos un conflicto entre los más débiles e indefensos. Son comportamientos que hemos asumido como normales; como si esos perjuicios pudieran solucionarse a posteriori a base de solidaridad y concienciación. No obstante, debemos empezar a cambiar esa concepción porque permitir a un Estado desviarse de sus preocupaciones desatendiéndolas, en beneficio de los intereses de un inversor extranjero, originario de un país con un alto nivel de vida, es algo que perjudica gravemente a quienes más ayuda necesitan y que, por otra parte, reafirma a los más fuertes en su condición de poderosos.
En definitiva, ya vivimos en tiempos pasados las consecuencias de no querer liberalizar los mercados y, ahora que la cooperación internacional está a la orden del día, resulta que no nos interesa tanto como parecía o que, mejor dicho, no es tan fácil como pensábamos: es tan complicada la resolución del conflicto de intereses norte-sur, que ni siquiera hemos sido capaces de acabar con el hambre en el mundo pese a haber pan para todos. Sea como sea, el querer y no poder contribuir al desarrollo es algo que, una vez más, se va a volver en contra de los más necesitados.
La pescadilla que se muerde la cola se presenta, una vez más, como nuestro mayor reto.
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